jueves, 14 de junio de 2012

Hasta los cuervos picotean las cerezas

Ya desde el título, el profesor, poeta y escritor JM Prado-Antúnez, gallego-vasco recriado en Aranda de Duero (Burgos), nos introduce en un laberinto de situaciones y pasiones en el que nos perdemos sin remisión mientras vamos sorteando, sorpresa a sorpresa, su inquietante, torturada y envolvente fraseología en esta novela del género negro. ¿Encontraremos el cuerpo del delito? Es lo de menos. Todo son atisbos, fragmentos, fulguraciones estallantes. ¿Nos encontraremos a nosotros  mismos retratados en sus sanguinolentos párrafos con nuestras más deleznables inclinaciones, mentiras y atrocidades a cuestas? Puede que sí. Pero ¿hay  algo más que palabras y palabras entre estos “cuervos” agonistas que graznan sin parar, picoteándose unos a otros, culpándose y disculpándose? No acierto a entenderlo. ¿O no es surrealismo puro, lleno de adrenalina, lo que nos devuelve por la boca de ganso de esos seres degenerados el autor? No importa. Aunque no acertemos a desentrañar la trama policíaca del romancesco novelón en curso, divagación, retracción y transgresión constantes, no lograremos desasirnos de ella, por la imantación que nos produce su enmarañado lenguaje, por el que pululan casi todas las figuras literarias  de la vieja Preceptiva, espolvoreadas a voleo en la puta página. Nuestra mente se mantiene en vilo  por  la brillantez de las imágenes, que le surgen como géiseres del subconsciente al escribiente insobornable que es Prado, y al que le salen a borbotones las puntadas de la pluma, o mejor, de la pantalla plana del ordenador,  por la que se desliza sin contención alguna, borrachamente desbocado. Lo  suyo es “demasié”, se le ve y se le va la mano zurcidora en el pergeño del cuadro de costumbres, pero no tenemos más remedio que asirnos a ella para salvarnos de sus propios tropiezos. En sus grandes defectos se asientan sus mejores hallazgos.

Nos hallamos ante un comunicador torrencial que escribe como si sudara sin cesar, de modo natural aunque alambicado, y que no vive si no escribe, pero que, a la vez, da la sensación de que ha vivido todo lo que depone línea a línea como un corredor de fondo en forma. Es incapaz de contenerse, no nos da tiempo a respirar ni a que le aspiremos. Prado-Antúnez es un ser nervioso, caudal, inquisitivo, inquietante, devorador, tan rastrero como sublime, descontentadizo y a un tiempo complaciente con el interlocutor, para el que echa toda la carnaza de la maldad humana en la olla podrida que es cualquier novela. Y de cuando en cuando, nos pega un zurriagazo.

Aquí se nos presenta como el observador implacable de acciones y sentimientos y como el narrador omnisciente que se ha alimentado tanto en los libros como en la calle. ¿Lo ha digerido bien? Lo dudo. Pero, repito, él es así: turbio y turbulento, volcánico, oceánico, relampagueante, excesivo; su lectura nos produce una repulsión continua sólo superada por una continua atracción, esos dos movimientos que dicen que se aposentan en el corazón de los amantes apasionados. Y de amantes habla. O al menos de personajes muy sexuados, activamente desinhibidos, sí, aunque la culpabilidad también les repta por dentro, como a todo hijo de vecino nacido y educado en la tradición católica.

El poeta, el sociólogo y el periodista, tres en uno, se imbrican, se trenzan y destrenzan o se superponen, a saltos, a bandazos, a mandobles, a vómitos, y van del realismo sucio a la lírica más delicada y encendida, de la exaltación a la depresión abismal, siempre con una curiosidad acuciadora y debeladora de tejes y manejes, “de prisa, de prisa”, que no dejan de salirle al paso. Al paso del relato, digo, que es como un río, como el Duero arandino, que podría tomarse como metáfora del conjunto, y de hecho como tal aparece o el autor lo finge. (Por cierto ¿qué es la literatura sino la gran esfinge fingidora de la verdad?)

Escribo esta crónica, que no crítica, un poco a su manera, un poco solo, digo, porque es inimitable, es muy suyo;  es pedregoso y sutil, recto y oblícuo; tierno y cruel; embarullado y transparente; sensato, insensato y neurasténico: contradicción perpetua. Tensa la cuerda del suspense hasta límites inverosímiles y se recrea sublevándonos con cilicios de largas oraciones subordinadas y  haciéndonos esperar un desenlace que no acaba de llegar y cuando llega al fin ya da igual porque lo importante es el camino, no la meta. En los recodos, recovecos y meandros reside la sustancia, una sustancia que hay que apurar despacio, trago a trago, para no atosigarse con droga tan dura.

Hasta los cuervos picotean las cerezas hay que leerla y absorberla a trancas y barrancas, no es de fácil factura ni lectura; su acidez sarcástica y satírica puede herirte la sensibilidad y estragarte el gusto. Es una novela para cogerla y dejarla reposar, porque su exceso de ingredientes perturba el ánimo y le solivianta.

No hay en ella una sola frase corriente; aumenta la dosis de los sustantivos, retuerce el cuello de cisne a los adjetivos, revuelve y cambia los tiempos de los verbos (¡atención, atención, esto es imperdonable, querido amigo!), encabalga los complementos, especialmente los adverbios de modo; emplea  los juegos arborescentes del idioma como si se tratara de artísticos arcos trilobulados y crea sinestesias muy atrevidas con los colores y los olores…

Para no irme por las ramas, simplifico: Todas  las excrecencias, desmesuras, digresiones, extorsiones, complejidades, verborreas, aserciones, disensiones y procacidades que acumula el magma hirviente de esta novela “ebollucionada” de Prado-Antúnez,  que son muchísimas, se convierten en sus propias cualidades y potenciales virtudes, de modo que una aseada poda le restaría vitalidad y poderío a su prosa barroca.

Es verdad que le da puñaladas a la madre lengua, pero resultan reviviscentes. Es verdad que disloca la sintaxis y hace trizas la prosodia más veces de las debidas, pero por eso nos enseña otra manera de pensar y explicarse: la que es de uso común en el pueblo. Es verdad que exhibe un placer luzbeliano en sus descripciones orgiásticas, pero así  nos alegra las pajarillas.

Hombres como Prado-Antúnez marcan estilo, porque –ya lo dijo Bouffon- son y se representan a sí mismos siempre, y eso es de agradecer. Atrévanse con él, hínquenle el diente, que dentro del hueso resguarda la médula.
 

a.sotopa@hotmail.com

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