miércoles, 20 de febrero de 2019

El poeta

Escribe mucho,
todo el día está escribiendo
en libretas de hule o polipiel
que guarda en los bolsillos camiseros
junto al ardido corazón
como aquel borrachuzo de Bukowski,
aunque sin su ingenio ni su mala leche.

No importa,
da fe de vida,
cuenta lo que le pasa,
canta lo que le gusta,
se enoja ante los malos tragos,
se ríe de sí mismo
y pone a caldo a los políticos, los banqueros y los giliprogres.

No tiene pelos en la lengua,
ni flores en el pelo
ni abuela que le alabe;
por no tener no tiene
ni perro que le ladre o le haga pis en los zapatos.

Anda solo a menudo
pero se fija en todo:
en la acera bacheada y descompuesta,
en la alambrada del jardín vecino,
en la escuela de música,
en la cigüeña de la iglesia
y en los cigoñinos del paseo de los chopos y los fresnos.

Cuando va por el río
tira piedras al agua
y se moja en sus ondas
y se pincha los dedos
auscultando los ramos
de las zarzamoras.
Si pisa un hormiguero le sugiere una fábula,
si relincha un caballo se entretiene observándolo,
si ve un huerto se pone verde,
si encuentra un banco, siéntase a imaginar.

La pluma no le falta,
el sombrero tampoco,
la pipa humea
con elegancia y discreción.

Bebe cuanto le place:
whisky, anís, cocacola,
cointreau, chartreuse, pipermint,
vodka, tequila,
cognac, brandy, cerveza,
cava, champán,
limoneno, vermut,
orujo finas hierbas de Galicia,
aguardiente tomellosino,
café irlandés, martini…
y licores a mansalva.

Le gustan las montañas y los valles,
las subidas y las bajadas,
los puertos marítimos y las olas tempestuosas,
el sol y la luna,
la noche y el día,
la línea recta y la línea curva…,
ama los girasoles y las violetas:
es contradictorio, claro,
y tuvo amores, cómo no,
muchos de ellos de papel fracturable
o platónicos, simplemente.

Usa la cabeza, los pies y el corazón
y no se para en barras ni cerrojos
cuando de hablar de libertad se trata.

Le obsesionan los peces
por su resbaladiza ubicuidad,
y asimismo los cangrejos atrasados,
las elásticas ranas saltarinas,
los topos de tunelado terciopelo,
las mariposas de vuelo efímero,
los gatos, los leones y los linces.

Detesta sin embargo a las serpientes
ondulantes y sinuosas
y a los mosquitos traidorzuelos
y a los sapos babosos.

Mira por los agujeros de las puertas
y mira por los espejos enmarcados,
mira por todas partes, con los ojos
cargados de lagrimones desde niño;
mira detrás de sí, pero también delante y de lado a lado.

Le sientan superiores los abrigos, los pantalones y los sombreros,
cada vez más grandes,
ya que su cuerpo mengua
y apenas le obedecen
los músculos rosados…,
mas se mantiene erguido,
bien alzada la frente,
alisados los pómulos
y la barba esparcida en la mamola.

Conoció a grandes hombres,
charló con ellos
y aprendió a escuchar.
Umbral, Gerardo y Dámaso
fueron algunos de sus maestros más conspicuos,
y luego él
fue también un gran maestro
pero solo de letras, las primeras letras:
las que enseñan a enderezar la adolescencia.

Buero Vallejo
le regaló un prólogo a sus farsas
y se lo leyó en su casa humilde de Hermanos Miralles
antes de imprimirlo en Espiral Fundamentos.
“Nada vale la pena”, piensa a veces,
y no obstante, sigue escribiendo y escribiendo.

En los bares de pueblo
ha consumido muchas horas
oyendo las leyendas de amor de los viejos
antes de que se eclipsaran
en la boca de lobo del alzheimer
con los dientes corroídos del color del azufre.

Sabe que no es Shakespeare ni Dante,
ni Calderón ni Lope,
ni Lorca ni Machado,
ni San Juan ni Teresa
y ni siquiera Campoamor;
tampoco Lawrence Durrell,
Baudelaire o Flaubert,
William Saroyan o Hemingway,
Pero qué lo vamos a hacer.
“Hojas de hierba” son sus hojas en todo caso
y se adapta a la vida más corriente:
baja la basura,
saluda a los amigos,
canta de cuando en cuando,
llora a mares…
es puntual y ordenado,
se atiene a lo que le echen por la espalda sin rechistar.

Un pájaro rojo
le revolotea en la cabeza,
un urogallo se le empina,
un unicornio sueña en él persiguiendo a Utopía
en las noches felices.

Dejó colgado un candil en el sobrao
que aún le alumbra
con el aceite de Baena
de su amada Ana.

Orilló en el trastero
sus máquinas de escribir
(unas veinte de distintas marcas),
sus álbumes de fotos
(otros veinte o aún más)
y toda la ferralla de la ferretería del corral de sus padres,
en el que el ocio entretenía en los veranos juguetones:
martillos, puntas,
tornillos, alicates,
sierras y palas y azadones,
azadas y azagayas…
con los que componía un carricoche
con ruedas de madera traverseras
que siempre tropezaban en el barro
y en cualesquiera piedras,
llevando solo heno.

También llevó al trastero de los útiles viejos
los lápices de Alpino,
las gomas de borrar Milán no sé qué numero
y los comics de fieras
que entre naranjas y castañas y peroperas de don guindo
le traía de Cuéllar
en el carro del burro Ocicomono,
totalmente obediente
y más manso que el Buche.

Aquí para el poeta,
aquí detiene sus recuerdos.
Aquí se planta.
La vida le llevó siempre adelante
por caminos inciertos y dudosos,
pero supo arriesgarse y triunfar.
Ahora goza —escribiendo todavía—
de una píngüe pensión,
con Dios mediante y el gobierno de turno.

Nadie le niegue un óbolo
para embarcar a la inmortalidad.
¿Digo su nombre?
Lo adivinásteis ya.
¡Qué poeta que fue,
qué poeta será!


a.sotopa@hotmail.com
918470225

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