lunes, 1 de julio de 2013

La casita de Ángela Merkel



Sorprende gratamente al viajero que Ángela Merkel resida en una casita alquilada de apenas doscientos metros cuadrados, con un solo coche y escolta de protección a la puerta.

La residencia está ubicada casi entre los dos Berlines, como símbolo de unión, y muy cerca de la sede del gobierno y el parlamento, como para poder acercarse a ellos a pie, y muchos días lo hace. La ven sus vecinos y lo comentan los guías a los turistas:

-Ahí, ahí mismito habita, les dicen cuando les llevan a dar un paseo en barco por el río Spree. Y tardan en salir de su asombro.

Es el ejemplo que la Canciller alemana –nueva “dama de hierro”- le ofrece al país más poderoso y económicamente fuerte de la Unión Europea, en medio de la cacareada crisis. Ella es la primera que se aprieta el cinturón.

Un ejemplo que bien podría imitar España en sus instalaciones del Instituto Cervantes, que se yergue en un superpalacio del centro de Münich, la ciudad más cara de la república, justo detrás del ayuntamiento gótico.

He pasado unos días en este corazón-motor de Europa y he aprendido varias cosas más: El cariño con que miman sus lagos, ríos, bosques y prados, que aparecen depurados, peinados y rasurados; el respeto a los templos católicos en una sociedad mayoritariamente luterana y atea; la admiración que sienten y demuestran por la monarquía, aunque desapareció en 1918; la limpieza impecable de sus calles y plazas; el orden lógico y la mesura con que se mueven en todas sus acciones; la austeridad y disciplina de la eficaz policía; su fervor inusitado por la música, la literatura y las Bellas Artes en general…

Lo que ha hecho Alemania en estas dos últimas décadas por levantar el país  (y sus monumentos) es inenarrable. Parece mentira que haya resurgido tan esplendorosamente tras haber sido reducida a cenizas en más de un sesenta por ciento de sus casas, castillos, palacios y universidades. Todavía se ven en las afueras de las ciudades las montañas de escombros que recogieron las mujeres tras la Segunda Guerra mundial, pues los hombres en gran  medida habían muerto, estaban prisioneros o enfermos.

Y un dato final elocuente: Nadie más que los propios alemanes se arrepiente y avergüenza de los desastres que causó el nacionalsocialismo de Hitler y sus secuaces, a ellos mismos y al mundo entero. De ahí que por cada rincón se recuerde  el genocidio en Berlín, Potsdam, Dresde, Nüremberg, Regensburg, Füssen, Munich…

-¡Oh memoria –suplico a mi vuelta del viaje- dame el nombre exacto de la muerte. Y de la vida!

a.sotopa@hotmail.com
Tfno: 91 847 02 25

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