con un
crujido
de los
goznes de hierro
malheridos.
Adiós
silencio.
A la calle
me tiro.
Doy a Dios
gracias
del aire
limpio
que encuentro
y no es usual
en la ciudad
que vivo.
Me contengo.
Respiro.
Anchuro los
pulmones.
Miro
por donde
voy.
Me cuido.
Muevo las
manos y los pies,
los mimo
y es que me
llevan
sin
sacrificio
a un nuevo y
provechoso
destino.
Los árboles
son verdes
desde que
han nacido
y me los
pongo por sombrero
del calor y
del frío.
Los pájaros volaron,
los pájaros se
han ido
al monte
altolozano
del olvido,
como yo
tantas veces
que intento repensar…
y escribo.
Luego me
aparto
igual que un
viudo mirlo
desconsolado
se aparta de
su nido,
y oigo el
lenguaje de las gentes
fuera de quicio:
lo
enternezco y lo mezclo
con el mío,
más clasista
y purista
de estilo,
y paso horas
y horas
de sitio en
sitio
buscando un no
sé qué
que le dé
sentido
a la vida
que expongo
en mi
parcial retiro
de dar y de tomar,
—siempre
como alivio—
lo mejor que
me sienta.
A nadie
envidio.
Esto es lo
que me pasa
—o parecido—
lo mismo que
a vosotros,
ya os lo he
dicho.
Me late el
corazón,
y su latido
me dicta que
estoy bien
porque que
me pirro
por un
enalapril
y un blanco
adiro
con el café
diario
caliente o
tibio
y un copón
de ginebra
o un vino
fino,
un anís
“Castellana”
o un güisqui
salmontino
de Escocia:
por sus
ríos.
¿Deseáis más
de mí?
Soy feliz.
Lo repito.
Soy feliz
como soy,
en el
silencio y en el ruido,
en el
trabajo y el descanso,
la soledad y
el amiguismo.
“Basta por
hoy, me paro”,
ya cansado
me digo.
Mas no tengo
remedio:
escribo,
escribo, escribo…
pendiente
de un datalle,
pendiente
de un hilo,
el hilo
de la vida
jamás
perdido.
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