con Pepe
Hierro
que en la
Universidad
dictaba
versos.
de “Cuanto
sé de mí”
como hombre
recio,
bigotudo y
tranquilo
leyendo
hacia adentro.
En el aula
vacía
se imponía
el silencio.
Yo era el
único oyente
de su
universo.
A cuestas
con la bomba
de oxígeno
en el cuello,
parecía un
Profeta
del Viejo
Testamento
impartiendo
lecciones
a diestros y
siniestros:
“Al son del
tiempo que corre,
fecha a
fecha, vais muriendo.
Vosotros
sois para mí
un bosque
perecedero”.
Ya un poco
fatigado,
me señalaba
con el dedo:
“La vida es
como es, no se detiene.
Hazme caso,
Apuleyo.
Alegría y
tristeza se suceden
y penas y
tormentos”…
Y aunque
dolido,
continuaba
impertérrito:
“Llegar a la
vejez
es completar
el libro abierto
que cedemos
al mundo
para goce
perpetuo.
Nunca dejes
de andar ni de escribir
hasta subir
al cielo
de la
posteridad:
supremo
premio”.
Con un pie
en el estribo,
terminó
serio:
“Inútilmente
fui
recorriendo
senderos
y nunca,
nunca, nunca
me atenazó
el miedo.
¿Qué haces
aquí?
Tú corre
como el tiempo,
que el final
está cerca
y el final
es el cielo”.
Entró el sol
en mi cuarto
y desperté
del sueño.
Era el
primer sol
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