martes, 11 de febrero de 2020

La diosa de las emociones



Últimamente escucho mucha música. Me planto ante el ordenador y clico en youtube. Un placer maravilloso. Cada tonada me entona más. Con música de fondo pienso y escribo. Música clásica y música moderna y música tradicional medieval y gregoriana, con letra o sin letra. Voy de Beethoven a Vivaldi, del Concierto de Aranjuez a la Piaf o la Matihue, de valses a zortzikos, de jotas a muñeiras, de tangos a boleros, de las coplas a la rumbas, las bachatas o los chachachás. Lo que sea y suene. Y cómo que no, óperas y zarzuelas y revistas resuenan en mis oídos con la refulgencia de sus sones: El anillo de los Nibelungos, Las bodas de Fígaro, Macbeth, Otelo, Madame Buterfly, Marina, La del manojo de rosas, Por la calle de Alcalá la Violetera… ¡qué sé yo más!
 
Soy inepto para tocar sus instrumentos y lo soy desde la niñez, cuando mi padre me contrató un maestro de solfeo en el pueblecito segoviano de Cozuelos de Fuentidueña. Se llamaba don Manuel y bajaba en burro o a pie desde Fuentepiñel (cinco kilómetros) para enseñarme las notas en el armonio de casa, que pasado un tiempo vendió a la Catedral de Segovia en la que aún debe de permanecer. Yo no sabía más que aporrear el teclado blanco y negro. Claro que mis diez años no daban para más. De modo que me quedaba pasmado y con la boca abierta ante mi padre Alejandro, que dedeaba en el armonio de la iglesia (treinta años sacristán) y cantaba los kiries y las glorias y los Agnus Dei y las salves de la liturgia católica de las misas de los domingos y los días festivos o de funerales. ¡Hasta el cielo de la boca le veía yo y no solo los labios! Y trataba de imitarle. Voz no me faltaba. Como me había encargado que tocara las campanas del Ángelus a mediodía cuando él no estuviera en el pueblo sino vendiendo frutas y ultramarinos por las aldeas de los alrededores en su carro tirado por el buche: (Potricos, Lovingos, Frumales, Adrados, Hontalbilla, Perosillo, Olombrada, Fuentesaúco, Vegafría, Membibre, Aldeasoña, Calabazas…) yo cantaba por la cuesta empedrada que conducía a la iglesia, mientras que el vecino Julianín me soltaba desde su garganta labradora “cortas el aire, muchacho, como un hacha” y yo seguía cantando y cantando entre los trinos de los pardillos en la fuente de abajo por la que pasaba y a la que abastecía el arroyo Cerquilla, que ya casi no mana en su manantial de Fuentepiñel. ¡Tiempos aquellos, en los que las ranas y los barbillos pululaban! ¿¡Qué os voy a contar?!

Un día de invierno se me cayó por sus laderas la cesta de los huevos que había recogido mi hermano Pepe, el que ya de mayor, traficaba con las ollas express, las primeras televisiones blanquinegras y los tractores verdes de Jhon Deere, además de recoger cangrejos en el río Duratón, apostando los rateles que le cuidaban y mantenían sus clientes antes de traspasarlos por el Alto de los leones a los grandes mercados de Madrid, de noche y con frío, tapándose el pecho con papeles de periódico aupado en la vespa.

Yo, cantar he cantado siempre, en corales y en tunas. He tenido y tengo buen oído y sentido del ritmo también, aunque todos mis bailes los resuma en pasadobles muy toreros, pues los toros y los toreros y sus músicas admiro.
Por otra parte, he compuesto dos comedias musicales, “Los amores del Arcipreste” y “El príncipe que se quería casar”, y no dudo de que estrene otra tercera aún sin título.

Sé que la música amansa a las fieras y que las serpientes bailan a su son. También sé que oyendo música las gallinas ponen más huevos y las tetas de las vacas dan más leche con nata.

Emociones, emociones y emociones nos trasmite la música. Es la diosa de las emociones y mi Musa particular. Escrito queda.

(Este artículo melodioso ha sido redactado bajo la seducción de los más bellos y reproducidos temas del genial Glenn Miller. Dénsele a él las gracias)

918470225

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