Últimamente escucho mucha música. Me planto ante el ordenador y clico en youtube. Un placer maravilloso. Cada tonada me entona más. Con música de fondo pienso y escribo. Música clásica y música moderna y música tradicional medieval y gregoriana, con letra o sin letra. Voy de Beethoven a Vivaldi, del Concierto de Aranjuez a la Piaf o la Matihue, de valses a zortzikos, de jotas a muñeiras, de tangos a boleros, de las coplas a la rumbas, las bachatas o los chachachás. Lo que sea y suene. Y cómo que no, óperas y zarzuelas y revistas resuenan en mis oídos con la refulgencia de sus sones: El anillo de los Nibelungos, Las bodas de Fígaro, Macbeth, Otelo, Madame Buterfly, Marina, La del manojo de rosas, Por la calle de Alcalá la Violetera… ¡qué sé yo más!
Soy inepto
para tocar sus instrumentos y lo soy desde la niñez, cuando mi padre me contrató
un maestro de solfeo en el pueblecito segoviano de Cozuelos de Fuentidueña. Se
llamaba don Manuel y bajaba en burro o a pie desde Fuentepiñel (cinco
kilómetros) para enseñarme las notas en el armonio de casa, que pasado un
tiempo vendió a la Catedral de Segovia en la que aún debe de permanecer. Yo no
sabía más que aporrear el teclado blanco y negro. Claro que mis diez años no
daban para más. De modo que me quedaba pasmado y con la boca abierta ante mi
padre Alejandro, que dedeaba en el armonio de la iglesia (treinta años
sacristán) y cantaba los kiries y las glorias y los Agnus Dei y las salves de
la liturgia católica de las misas de los domingos y los días festivos o de
funerales. ¡Hasta el cielo de la boca le veía yo y no solo los labios! Y
trataba de imitarle. Voz no me faltaba. Como me había encargado que tocara las
campanas del Ángelus a mediodía cuando él no estuviera en el pueblo sino
vendiendo frutas y ultramarinos por las aldeas de los alrededores en su carro
tirado por el buche: (Potricos, Lovingos, Frumales, Adrados, Hontalbilla,
Perosillo, Olombrada, Fuentesaúco, Vegafría, Membibre, Aldeasoña, Calabazas…)
yo cantaba por la cuesta empedrada que conducía a la iglesia, mientras que el
vecino Julianín me soltaba desde su garganta labradora “cortas el aire,
muchacho, como un hacha” y yo seguía cantando y cantando entre los trinos de
los pardillos en la fuente de abajo por la que pasaba y a la que abastecía el
arroyo Cerquilla, que ya casi no mana en su manantial de Fuentepiñel. ¡Tiempos
aquellos, en los que las ranas y los barbillos pululaban! ¿¡Qué os voy a
contar?!
Un día de
invierno se me cayó por sus laderas la cesta de los huevos que había recogido
mi hermano Pepe, el que ya de mayor, traficaba con las ollas express, las
primeras televisiones blanquinegras y los tractores verdes de Jhon Deere,
además de recoger cangrejos en el río Duratón, apostando los rateles que le
cuidaban y mantenían sus clientes antes de traspasarlos por el Alto de los
leones a los grandes mercados de Madrid, de noche y con frío, tapándose el
pecho con papeles de periódico aupado en la vespa.
Yo, cantar
he cantado siempre, en corales y en tunas. He tenido y tengo buen oído y
sentido del ritmo también, aunque todos mis bailes los resuma en pasadobles muy
toreros, pues los toros y los toreros y sus músicas admiro.
Por otra
parte, he compuesto dos comedias musicales, “Los amores del Arcipreste” y “El
príncipe que se quería casar”, y no dudo de que estrene otra tercera aún sin
título.
Sé que la
música amansa a las fieras y que las serpientes bailan a su son. También sé que
oyendo música las gallinas ponen más huevos y las tetas de las vacas dan más
leche con nata.
Emociones,
emociones y emociones nos trasmite la música. Es la diosa de las emociones y mi
Musa particular. Escrito queda.
(Este
artículo melodioso ha sido redactado bajo la seducción de los más bellos y
reproducidos temas del genial Glenn Miller. Dénsele a él las gracias)
918470225
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