se acota y
plora aguas mil
y yo estoy
viéndola ahora
de perfil,
donde mora
(todavía,
bello hotel)
la bellaca
arpía vil
Doña Urraca
frente al
Cid,
mío doncel.
Zamora, la
seductora;
Zamora, la
bien cercada;
Zamora, la
ruiseñora
que me
tienta y enamora
hasta el
alba despoblada.
Zamora,
romances ciertos;
Zamora,
aguedicas claudias;
Zamora de
Cristos yertos,
de Vírgenes
en enaguas
y torreones
entreabiertos.
Presa fui de
sus congresos,
presa de sus
embutidos,
de sus vinos
y sus quesos,
ampliamente
requeridos
por los
turistas espesos.
Las
murallas, china a china
entre las
piedras ovales,
se enrocan
en los bancales…
y en cuanto
el aire rechina
por sus
fuertes espaldales
se dulcifica
y afina
en melodías
tonales
de lenta
lengua latina.
Adórele a Jehová
en la
catedral del Duero
o póstresele
al Alá
de Mahoma,
su guerrero…
ya nunca me
fallará.
Zamora,
cristiana y mora,
se queda
pero se va,
como se fue
Doña Urraca
—¡pájara,
pájara urraca!—
como se fue
Mío Cid
y como se
irá, se irá
este poeta de Abril.
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