¿dónde se me
escondió?
En los
hondos repliegues del alma
la recogiera
yo.
Y cada noche
aflora
con íntimo
rubor
haciéndome
creer
que aún
mayor no soy.
Iba el niño,
alelado,
por aquel
corredor
de las aulas
cerradas
—toc toc,
toc toc, toc toc…—
y nadie le
atendía.
¡Oh cruel
decepción!
Profesor,
preguntaba.
No estaba el
profesor, mi profesor,
y yo me
resignaba
a perder su
lección.
Luego ya en
el recreo
aparecía,
pero no,
no era el
mismo que en clase
de Lengua y
Redacción.
“A jugar”,
nos pitaba
con un
silbato atronador
y
respondíamos atropellándonos
en el patio
de arena y sol.
A la altura
del pecho
lucía
bermellón
mi nombre
apocopado.
Nunca
luciera, ay, no.
PULE, PULE,
gritaban los muchachos
riéndose a
traición.
PULE no era
un “gallina”
y sin
embargo, ¡oh Dios!,
todos le
acometían,
todos en
pelotón.
De modo que
se retraía
de su furor
metiéndose
en los baños putrescentes
del patio
peleón
y con una
Gillette
el vello de
las piernas se raspó
pues se
había hecho adulto.
¡Oh Dios
mío, qué horror:
le quemaban
las ingles
bajo el
escaso pantalón!
Se los puso
bombachos…
y ahí sí, se
hizo mayor.
La
adolescencia le asomaba
en el bigote
negrotón.
Pase usted
PULE, PULE,
le dijo el
profesor,
voy a darle
ahora mismo
mi última lección,
y en tono
mayestático
ligeramente
peroró:
Te esperan,
“corderillo”,
largas
praderas de ilusión,
córrelas,
córrelas…
aunque ya no
esté yo.
Soñé que era
un corderillo
y que un
lobito feroz
me seguía y
me seguía
había
cantado un día
sobre el
dorremifasol
imitando a
una chiquilla
de filme
technicolor
cuya pamela
guardaba
sin hacer
ostentación
en el
pupitre escolar:
se llamaba
Marisol.
Después
Vicente Huidobro,
Unamuno y
Juan Ramón
serían mis
profesores
con Rubén Darío
hoy.
Adiós la
niñez soñada,
adiós el
puro candor,
adiós las
luces y sombras,
adiós el
ingenio, adiós.
91 8470225
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