De niño, por
haber nacido tierra adentro en Castilla, no sabía ni que existía salvo por los
mapas azules. Y soñaba con él y con ellos (los mapas)
esperando el día en que me embarcara sobre su piel cristalina o simplemente
pusiera los pies sobre la arena. Tarde llegó pero llegó al fin.
Tendría ya
unos catorce años. Fue en Motril y en las Cuevas de Nerja cuando estudiaba el
Bachillerato con los Hermanos de La Salle en Granada. Nos llevaron de excursión
como solían hacer los frailes y las monjas en aquellas lejanas calendas de las
décadas 50-70. El recuerdo es inolvidable, vive Dios.
Desde
entonces no puedo pasar un verano sin ver el mar y sumergirme en sus olas
salinas. Por unos días solo. A mi tensión no le sienta bien la línea de la playa.
Ahora mismo
estoy leyendo “Noche de levante en calma” de José María Pemán y sus versos
redondos me trasladan a las costas de San Fernando y Conil en Cádiz. ¡Qué
estremecimientos de pena y alegrías! Me siento como el protagonista Juan,
pescador y narcotraficante, que deja sola en casa a su mujer Soledad —una madre
Coraje— y a su hija Alba, una muchacha quinceañera de transparente ingenuidad.
Cada vez que
escucho “Háblame del mar, marinero” de Alberti y la adolescente Marisol me
ocurre lo mismo: me dan ganas de llorar a mares. Y también cuando oigo la Salve
rociera de la Pantoja cabalgando agarrada a las crines de un caballo blanco con
los cascos bañados de espumas…
Bueno, que
me voy al mar.
918470225
No hay comentarios:
Publicar un comentario