Al cerdo se le rinde homenaje en casi todo el mundo. Y no es para menos, por los muchos gustos que les da a la vida.
Come
salvados, come patatas, como las sobras, y no se cansa de comer y engordar para
alimentar a la especie humana, de manera que no hay bicho más generoso que él,
pues todo lo entrega luego.
Es verdad
que se le sacrifica, pero para eso patea a sus anchas en las zahúrdas o en el
campo bellotero. Unos valen más y otros menos, pero todos se venden al peso,
certificado en arrobas.
Yo he sido
muchos años su pregonero festivo, y lo sigo siendo con auténtica unción,
extrema unción.
En el Burgo
de Osma se celebra su matanza real y verdadera a cuchillo jamonero bien
trincado, pero sin que lo sienta el animal, ya que antes le dan un tiro
calmador. El virrey don Gil Martínez Soto es experto en ello ante las
autoridades castellanas, y no pasa nada, nadie se irrita, sino que lo celebra
con vino y pastas al gañote.
En Segovia,
mi tierra, también se celebran las matanzas Y en Zamora y en Asturias y en León
y en donde sea menester.
Mis amigos
Juan Infante y Alicia Ríos cuentan en Valdepeñas de Jaén con el concurso del
vecindario para llevar a cabo el festejo de la matanza, que en este caso es
andante, musical y teatrero, vestidos todos —niños ñoños y grandes— a la
antigua usanza andaluza. Se pasea por las calles y plazas del pueblo un cerdo
de trapo y se le homenajea como a un dios casero o un tótem salvífico del
hambre del hombre, entre cánticos carnavalescos. Y es un gozo, no una tortura.
Pues qué bien.
Pobre cerdo,
sí, pero qué rico en los cielos del paladar, tras una muerte sacrificial y
bullanguera, bien cocinado en los fogones de España, madre fecunda de master
chefs internacionales.
¡Salve, oh
cerdo guarrísimo, yo te saludo!
91 8470225
Mira, en la nueva novela se me olvidó meter a un cerdo..., grave despiste el mío.
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