¡Ay los
hijos (bien nacidos
o mal
nacidos, y a cuestas
durante el
trayecto al mundo
sobre las
espaldas nuestras)!
¡Ay los
hijos consentidos
en sus
quejas y propuestas!
¡Ay los
hijos que se sienten
desolados
sin respuestas
al porqué de
sus preguntas
en la inquieta
adolescencia!
Porque
cuando crecen, ay,
duros golpes
nos arrean
a los padres
balbucientes
de esta
torpe edad moderna
por si me
diste o me hurtaste
una
educación de veras
en valores
sustanciales
y no fijada
en quimeras.
Que si yo te
quiero mucho,
que si te
beso y me besas,
que si
estemos siempre juntos,
que si qué
vida me espera,
que si tú
estás a lo tuyo,
que si yo
estoy en la higuera,
que vete a
freir espárragos
que es que
de mí no te enteras
y sé que te
refocilas
y tiras de
la cartera
con otros y
otras no tuyos
que no
sufren nuestras penas.
Contradicciones
se llaman
todas estas
peroreras
con las que
día tras día
nos
obsequian e interpelan
a los pobres
separados
hinchándonos
la cabeza
porque no
estamos con ellos
tan juntos
como desean.
Por los
hijos uno da
aquello en
que ellos se empeñan,
pero no lo
reconocen
sino cuando
están de vuelta
de las
vueltas de la vida,
engañosa y
cicatera.
Entonces es cuando el tiempo
les alerta y
les serena,
y pasan de
sueños vanos
de perseguir
las estrellas
a integrarse
en el trabajo,
esa
interminable rueda
que obliga a
ser responsables
contra
vientos y mareas.
¡Ay los
hijos y ay los padres
separados
por barreras
infranqueables…
que son
la ingrata
naturaleza,
la mutua
desconfianza
y un no sé qué que es la pera!
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