Conozco en carne dulce y en hueso duro a muchísimos hombres y mujeres loables –mi agenda periodística es envidiada y solicitada por los colegas- pero guardo como oro en paño a poquísimos amigos con los que compartir sentimientos y pensamientos, sueños, esperanzas, picardías y otras liviandades: lo normal en el decurso de los días y trabajos. Me ocurre lo que a cualquier hijo de vecino, todos vosotros por ejemplo. ¿O no?
Y es que si no funciona la empatía mutua, es como sembrar cotufas en el golfo, o en un innumerable campo estéril de golfos. La verdad es que resulta imposible asaltar el castillo interior de algunos o que ellos se posesionen del nuestro, por más esfuerzos que dilapiden.
Yo escribo a corazón abierto siempre, pero hay puertas que se me cierran o se las cierro yo, y no hay cantamañanas que las pueda traspasar. La intimidad, oh, la hermosa intimidad se regala solo cuando se quiere y se ve correspondida. ¿Verdad que sí?
Entre los hombres, todos somos simplemente conocidos, nos saludamos y adiós; las mujeres gozan de otra profundidad, son más cautelosas; antes de entregarse, se lo miran y consideran muy mucho. Un mal pensamiento las viola, y no lo toleran. Pues a comerse el coco en soledad, amigos.
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